El pasado 20 de enero se cumplían seiscientos cincuenta años (1374-2024) de un hecho determinante en el devenir histórico de la villa fontaniega: la compra del lugar de Fuentes por Alonso Fernández de Sevilla e Isabel de Belmaña, que desencadenaría en la fundación del mayorazgo de los Fuentes en 1378 y la instauración del señorío.
Un
acontecimiento trascendental que más allá de parecer una operación inmobiliaria
de la época, implicaba el poder jurisdiccional de los señores sobre el lugar y
sus moradores, convertidos en vasallos. Una autoridad que ejerció su supremacía
e influencia no solo en los aspectos políticos o económicos, sino
territoriales, sociales, culturales, festivos, urbanísticos, religiosos… e
incluso demográficos, con la obstinación por el aumento de la población, que
repercutía positivamente en los intereses del señorío; y los continuos
esfuerzos para lograr un ámbito territorial propio, ampliando el término con
continuos litigios y pleitos en base a las tierras más próximas al naciente
núcleo poblacional.
Tal «proyecto repoblador» resultó
considerablemente satisfactorio, hasta el punto de que en apenas unas décadas
Fuentes se consolidó como un ente poblacional, y a lo largo de estos casi siete
siglos ha ido evolucionando hasta su máxima cota histórica de habitantes que
llegó a alcanzar a mediados del siglo XX. Miles y miles de personas que vieron
en esta tierra por vez primera la luz de la vida, que hicieron de Fuentes de
Andalucía su hábitat y que con su entrega y su esfuerzo fraguaron el Fuentes de
hoy. Porque, la historia y la grandeza de los pueblos también la hacen sus
gentes, desde el humilde bracero hasta el que llegó a alcanzar la excelencia en
su carrera laboral, militar, eclesiástica, artística, política, científica, etc.
Ilustres y
célebres fontaniegos que en ocasiones dieron proyección a su tierra natal, y de
los que conocemos facetas de sus vidas, apuntes de sus biografías, disfrutamos
de sus obras… porque su relevancia fue tal que hay testimonio escrito de ello,
pero sin duda, se trata de casos excepcionales. En la mayoría de las ocasiones,
su legado se esfumó con sus contemporáneos o en sus generaciones sucesivas más
próximas.
No es este
el caso del maestro Fortes. Un fontaniego de la segunda mitad del siglo XVIII
(1747-1817) que de no haberse publicado su biografía en 1902 y conservarse un
ejemplar en la biblioteca de unos familiares descendientes [1], estaríamos
privados de conocer; y del que en estas páginas daremos una breve síntesis de
su vida, hechos y virtudes.
El 27 de diciembre de 1747 se bautizaba en la Iglesia Parroquial Santa María la Blanca un varón, que nacido ese mismo día en una casa de la calle Lora «esquina a la de las Flores», recibió el nombre de «Juan Joseph Matheo» [2]. Este era hijo de Alonso Fortes e Isabel Gutierres Carmona, vecinos de la villa pero no naturales de ella; él procedente de Lora y viudo de María Muñoz, y ella natural de Marchena, que se casaron en el mismo templo fontaniego escasos tres meses antes del alumbramiento, el 29 de septiembre de 1747 [3], y calificados por el biógrafo como «pobres en bienes de fortuna y de humilde aunque honrado linaje».
Desde niño,
Juan Fortes «reveló su natural compasivo
y misericordioso con los pobres y enfermos», protagonizando diversos hechos
no propios de un infante. «Dotado de
claro entendimiento y buena memoria, aprendió con facilidad y perfección las
primeras letras, consiguiendo luego de su padre, a fuerza de súplicas y
lágrimas, que lo pusiera a estudiar gramática latina. Hízolo con tanto
aprovechamiento que pudo pasar pronto a aprender filosofía; pero como esto
exigía ya mayores gastos, que no podía sufragar su padre, se vio forzado a
abandonar sus estudios y a tomar el oficio de barbero».
A pesar de
ello, y no siendo propio de un joven de familia humilde de la época, Fortes se
cultivó en la lectura y en la música, de lo que era muy aficionado, llegando
incluso a tocar el violín y la guitarra.
De carácter
alegre y divertido, ya en su juventud experimentó la vocación religiosa, y
desde su posición de seglar dedicaba un tiempo considerable a la oración y la penitencia,
reprendido incluso hasta por su propio padre.
Pero su vida
cambió drásticamente, y a los veinte años tuvo que abandonar Fuentes y su
familia, al ser «llamado a servir al rey»
Carlos III como soldado, permaneciendo tres años de servicio en las milicias y
cinco en la tropa del Regimiento de Zamora.
Regresando
de nuevo a su pueblo natal, y «cambiando
radicalmente de costumbres, emprendió una vida penitente y virtuosa, en la que
perseveró hasta la muerte». En estos años, la enseñanza del catecismo fue «el objeto preferente de sus trabajos y
afanes y la preocupación constante de su vida», una tarea evangelizadora
limitada por su condición de laico, que restringía «su ardiente celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas».
A pesar de ello, Fortes no decayó en sus propósitos manteniéndose constante en
su apostolado, hasta el punto de verse recompensado en base a su actividad y
por la formación que acumulaba. Un hecho sustancial que, reconociendo su valía,
cambiaría considerablemente su vida en adelante a sus 31 años.
Corría el
año 1779, cuando «le concedió el
ayuntamiento, la plaza, vacante a la sazón, de maestro de primeras letras.
Elección acertadísima, que honra y embellece el criterio de aquella corporación
municipal, pues desatendiendo las solicitudes presentadas y acaso también las
valiosas recomendaciones que las apoyaban, concedió tan importante como
desatendido cargo al que reunía excepcionales dotes de ciencia y virtud, celo y
discreción, para su competente y perfecto desempeño». Así lo recoge
–claramente subjetivo– su biográfo.
Contractado
tal hecho en el Archivo Municipal de Fuentes de Andalucía, ciertamente fue designado
maestro en el cabildo celebrado el 5 de febrero de 1779 [4], cuya plaza solicitaron
los vecinos Sebastián Conde, Juan Ruiz del Hierro y Juan Fortes Gutiérrez. En
los argumentos a favor, el acta recoge que «las
circunstancias que concurren en el dicho Juan Fortes de su vida ejemplar, buena
letra, gramático, aritmético y arreglada conducta, [son] justísimas causas para no perder de vista
en perfecta regla para la buena educación de niños» [5] y designarlo por lo
tanto maestro de primeras letras de la villa.
Tal
designación le autorizaba a instalar una clase en su domicilio, cobrando un
estipendio a las familias de los niños varones asistentes. Por su parte, el
cabildo fontaniego le asignaba 40 reales de vellón al año para que acogiera en la
escuela a aquellos infantes pobres cuyas familias no pudieran contribuir con el
pago al maestro.
Adjunto al
acta, se recoge la notificación del escribano, aceptación y juramento por parte
de Fortes tanto de su cargo de maestro como su compromiso de «no llevar dinero a los niños pobres», constando
su firma autógrafa [6].
El principal cometido de los maestros de primeras letras en el siglo XVIII era enseñar a leer, escribir, contar y los fundamentos de la doctrina cristiana, en una escuela que normalmente se instalaba en el domicilio del propio maestro y cuya cuota de asistencia y regularidad por parte del alumnado era muy inestable, generalmente debido a las estrecheces económicas de las familias que requerían de la ayuda de los niños en una pronta incorporación a responsabilidades laborales y la escasa conciencia formativa de la época en las clases más humildes.
Junto a este
tipo de escuelas de gramática doméstica vinculadas al gobierno municipal, y en
cierto modo también controlado por el poder eclesiástico local, en Fuentes
ejercieron un papel relevante los mercedarios descalzos, que en su cenobio
impartían clases superiores de latinidad, pero dirigidas por lo general a un
grupo muy exclusivo de la población, económicamente posicionados.
Pronto se
consolidó Fortes en el Fuentes de la época como un maestro de reconocido
crédito, llegando incluso a oídas de la propia Marquesa de Fuentes, residente
en Madrid. De ello da muestra la carta de ésta que fue leída en el cabildo
acontecido el 31 de enero de 1790. En ella, la marquesa estipula una nueva
remuneración al maestro Fortes para que repercuta en los más necesitados del
pueblo, expresándose en los siguientes términos:
«[…] conceder y dar anualmente por el
tiempo de su voluntad a Juan Fortes maestro de primeras letras de esta dicha
villa cincuenta ducados de vellón […]. Considerando la grande utilidad y
estimable provecho que podría conseguirse espiritual y temporalmente en esa mi
villa, si los jóvenes de ella fuesen desde su niñez educados y enseñados en la
Doctrina Cristiana, y en el conocimiento de las primeras letras, por un tan
oportuno religioso y buen maestro como el que en la actualidad logra ese común;
y deseando hoy que un bien tan grande no se desaproveche por no hallarse este
noble y apreciable magisterio dotado competentemente, he resuelto del tierno
amor y especial afecto que me merece ese vecindario asignar como desde luego
asigno cincuenta ducados de vellón al año, para que con ellos se satisfagan los
alquileres de la casa donde vive y tiene su escuela el referido actual maestro,
a quién se le hará entender esta gracia mía, para que animado con este auxilio
y socorro, no solo se asegure su subsistencia en esa mi villa sino que
acreciente su bueno y eficaz deseo, que tiene bien acreditado en la educación y
cristiana crianza de los niños debe entenderse con la precisa calidad y
condición de que no ha de llevar interés alguno por la enseñanza de los hijos
de los vecinos pobres a los cuales se le ha de dar de balde y con el propio
esmero que la diese a lo que por pudientes le pagasen su estipendio […]. Enterados de si, procuren que se verifiquen los efectos, a que ella
se dijere de suerte que por su parte contribuyan en la que les sea posible a
que la juventud logre la perfecta enseñanza y educación que tanto contribuye y
es indispensablemente necesaria para que se destierren de los pueblos los
vicios y grandes perjuicios que de lo contrario se ocasionan como
lastimosamente nos lo da a conocer la experiencia […]» [7].
Fortes vio
fuertemente complementada su posición de maestro con su vocación de servicio a
los demás y de apostolado cristiano, convirtiéndose al mismo tiempo en «profesor y padre de sus discípulos»,
cumpliendo la doble misión de instruir, con método y constancia; y educar con «celo, prudencia y virtud». Dotes que,
según describe su biógrafo, el maestro Fortes reunía sobradamente, y por eso «sin descuidar la enseñanza metódica y
constante de la lectura, escritura, ortografía y cuenta, como entonces se
llamaba vulgarmente a la aritmética, concedía lugar preferente al estudio del
catecismo, base indispensable de la educación sólida y verdadera».
En tales
afirmaciones, y siendo un hecho que se repite continuamente a lo largo de las
páginas de su semblanza, apreciamos claramente dos aspectos significativos. Por
uno, la subjetividad del relator sin escatimar en halagos hacia la figura del
maestro; y por otra, la fuerte presencia de la vocación de Fortes y la
importante carga de enseñanza religiosa que aplicaba a sus alumnos, inculcando «el amor a la virtud y el odio al vicio»,
evitando «el empleo frecuente de la
corrección y el castigo».
«Así logó educar cristianamente a dos
o tres generaciones de hombres, pobres labriegos en su mayoría, ignorantes y
rudos según el falso concepto que hoy se forma de la civilización, pero
obedientes hijos, amantes esposos, celosos padres de familia, honrados
ciudadanos, fervorosos creyentes y católicos prácticos».
En una época
con la educación claramente diferenciada por sexos, donde el acceso de las
niñas a la escuela era muy complicado visto el escaso papel de la mujer en la
sociedad del Antiguo Régimen, el maestro Fortes llegaría a establecer en
horario nocturno en su domicilio, «donde
vivía con –María– una hermana soltera
de mucha virtud», una clase especial de doce niñas adolescentes a las que
formaba sin retribución, cuyas «plazas
vacantes eran solicitadas con mucha anticipación y grande empeño».
Pero Fortes
no limitaba su acción de trabajo a los horarios establecidos, imbuido de su
celo por la educación, instrucción y formación religiosa de sus discentes. «Y para que también los adultos de ambos
sexos participasen de este beneficio, pues no daba todo el resultado apetecido
la clase de doctrina cristiana que para hombres solos había establecido en el
hospital, discurrió un medio ingenioso. Todos los domingos y días festivos
escogía cinco o seis niños, que recitaban públicamente las preguntas y respuestas
del catecismo en tres o cuatro puntos del pueblo, designados de antemano, para
que fuesen a oírlos todas las personas que quisieran. Y ya por curiosidad, ya
por deseos de aprender, asistía siempre numeroso concurso de oyentes a estas
conferencias al aire libre, de las cuales recordando lo olvidado o aprendiendo
lo ignorado, todos sacaban provechoso fruto.
De esta manera contribuía el maestro
Fortes a la evangelización de su pueblo, desterrando de ella funesta plaga de
la ignorancia religiosa, auxiliar poderoso del indiferentismo y de la
incredulidad, semillero de vicios y de crímenes, manantial de discordias, odios
y venganzas, gangrena pestilente que corroe las entrañas de la sociedad moderna».
Elocuente y
descriptivo relato del biógrafo, en el que da muestra del ardor apostólico de
Juan Fortes y sus ingeniosas acciones.
Fortes no solo se distinguió entre sus coetáneos por su afán por la enseñanza y propagar la doctrina cristina, sino que ejerció la oración y la caridad verdadera hasta los máximos extremos, llegando a crear en torno a su persona cierto aire de misticismo. «Los enfermos, los encarcelados, los desvalidos fueron sus amigos predilectos: consolarlos, instruirlos, aconsejarlos, aliviarlos, alimentarlos, vestirlos, asistirlos y regalarlos constituía su mayor recreo y delicia».
Su presencia
en el hospital de San Sebastián era diaria, no solo acompañando y consolando a
los pobres enfermos, sino incluso atendiéndolos cuando su tiempo se lo permitía.
«Provisto de limosnas de pan, que recogía
de personas pudientes y caritativas, iba los domingos a la cárcel, distribuía
los socorros entre los presos, y luego les exhortaba al arrepentimiento y
enmienda de su mala vida, les explicaba algún punto de la doctrina cristiana y
les daba a leer libros piadosos. Durante varios años consiguió que se
aumentasen considerablemente estas limosnas en favor de los presos, mediante la
cooperación y ayuda del piadoso caballero D. Fernando Escalera y Pareja, su condiscípulo,
pudiendo darles diariamente comida abundante y bien condimentada,
suministrarles ropas y calzados, proporcionarles lavanderas y facilitarles
lumbre en el invierno para calentarse».
La caridad
del maestro Fortes no limitaba su acción bienhechora al remedio de las lástimas
del hospital y de las miserias de la cárcel. Fuera «de esos recintos del dolor y del crimen había también lágrimas que
enjugar, hambre que saciar y desnudez que vestir». El huérfano, la viuda,
la familia del jornalero enfermo y otros muchos pobres desvalidos también eran
receptores de los auxilios del maestro, que aunque pobre en caudales, disponía
de las limosnas que pudientes fontaniegos de la época le confiaban, como el
anteriormente citado Fernando Escalera o José Aguilar.
La vida del
fontaniego Juan Fortes fue una predicación continua con hechos de todas las
virtudes cristianas, desde el desarrollo de su profesión, la enseñanza del
catecismo, los ejercicios de caridad y piedad, la oración, mortificaciones y
sacrificios… «con que estuvo
evangelizando a su pueblo diariamente más de cuarenta años».
Sometido
siempre a la obediencia de su director espiritual –que tuvo tres a lo largo de
su vida–, fueron principalmente estos los que se encargaron de dejar escritos
sus apuntes biográficos, así como de moderar e incluso reprimir e impedir
determinadas prácticas de mortificación extremas y disciplina física que
practicaba, y que fueron una constante a lo largo de toda su vida. Por todo
ello no estuvo exento de sufrir contradicciones, desprecios, deshonras y persecuciones
de terceros que logró sobrepasar como «alma
justa, adornada de todas las virtudes cristianas en grado perfecto».
Como hombre
devoto y pío, la presencia del Fortes en la iglesia –con una compostura
edificante que le caracterizaba– era habitual y diaria. El propio relator lo
describe como un varón de semblante modestamente alegre, con un tono de su voz
amable y reposado, que en la madurez de su vida se fue convirtiendo en un
hombre amigo de la soledad y del silencio.
El maestro
Juan José Fortes Gutiérrez murió soltero «con
fama y en olor de santidad» en su casa de la calle Lora con 69 años, y fue enterrado
el 19 de mayo de 1817 en el Camposanto de la Ermita del Sr. Sn. Francisco con
la asistencia «de todo el clero» [8].
Son los únicos datos que se poseen del óbito del maestro, por una circunstancia
que determinaría en cierto modo el anonimato de la vida del maestro Fortes
durante décadas y que relataremos en adelante.
La
publicación «El Maestro Fortes. Ensayo
Biográfico», base de la presente investigación, debe su autoría al
sacerdote fontaniego D. Rafael González Flores (1851-1912) [9], un historiador
y poeta de tendencia carlista con una prolífica producción literaria que fue
cura coadjutor de la parroquia de la Asunción de Lora del Río. Este opúsculo
fue impreso en 1902 en la Imprenta de San Antonio, que los franciscanos
regentaban en su convento de Loreto (Espartinas).
Este
sacerdote –D. Rafael–, que había nacido a mitad de la centuria decimonónica, relata
cómo de joven llegó a conocer a algunos de los discípulos de Fortes, ya muy
ancianos, «que honraban con su vida
ejemplar el nombre y la fama de su virtuoso maestro» y referían episodios
de su vida, que había sido escrita por su confesor. Tal hecho provocó la curiosidad
del sacerdote, pero le fue imposible acceder a tal manuscrito que «guardaban
como inestimable tesoro, unos parientes del maestro», cediendo en su
empeño. Años más tarde, tal ológrafo llegó a sus manos, descubriendo que no se
trataba más que de un cuaderno de apuntes biográficos y otro pequeño libreto
incompleto, recogiendo este último una introducción de la vida de maestro
Fortes y parte del capítulo primero ya redactados. Tales documentos se debían
al «puño y letra» del que fuera
último director espiritual del maestro, el Dr. D. Francisco de Paula Ruiz
Pilares, un sacerdote «sabio y virtuoso»
que murió cuatro meses antes que el maestro. Esto último explica el por qué no
continuó su comenzada historia y no se posean datos expresos de su muerte.
Examinados
sendos documentos, y movido por la inquietud de sacar del olvido al maestro
Fortes, D. Rafael González se ocupó de la redacción y publicación de este
ensayo biográfico del que, de no haberse editado, estaríamos hoy privados de
conocer la vida y hechos de este preclaro fontaniego del siglo XVIII.
Pero así
mismo, es conveniente y justo hacer una mención al verdadero artífice del
trabajo base, como fue el Dr. Ruiz Pilares.
Nacido en
Fuentes el 20 de noviembre de 1774 [10], hijo de Lorenzo Ruiz y de Beatriz
Pilares, Francisco de Paula José Félix hizo la carrera eclesiástica llegando a «Doctor en Sagrada Teología y Cánones,
Catedrático en ambas ciencias y Divina Escritura, Colegial mayor y rector en la
Universidad de Osuna, examinador sinodal de Sevilla, Málaga y Córdoba, socio de
las Academias de Bellas Letras y Artes de esta última y Vicario Eclesiástico de
esta villa (Fuentes). Era varón
esclarecido por su ciencia en varios concursos literarios. Por su celo
infatigable en las funciones de su sagrado ministerio, por su piedad,
costumbres y prudencia. Era natural de esta villa, la cual lloró inconsolable
su pérdida» [11] al morir el 12
de enero de 1817 [12], a los 42 años, siendo
despedido con «toda la demás suntuosidad
que se estila en esta villa en los magníficos entierros».
Según consta
en el asiento de su sepelio murió abintestato, es decir, sin hacer testamento,
lo que nos puede llegar a conjeturar, unido a su edad, que se trató de una
muerte repentina.
Sus restos mortales fueron trasladados a ruegos de sus hermanas y por autoridad del Sr. Arzobispo desde el cementerio a la Iglesia Parroquial Santa María la Blanca el 5 de julio de 1840 «con aparato de entierro general», en cuyo templo reposan en el muro lateral de la segunda nave de la Epístola. Al día siguiente, domingo, «se le cantó la misa» de honras fúnebres en la que predicó el presbítero D. Antonio José Delgado, cura propio de la Parroquia del Omnium Sanctorum de Sevilla que en las primeras décadas de esta centuria había ejercido su ministerio en Fuentes junto a Ruiz Pilares. Según recoge D. Rafael González en el ensayo biográfico, tal panegírico en memoria del Dr. Ruiz Pilares fue impreso y editado, y en él Delgado hacía mención a Fortes, de cuya muerte con fama de santidad fue testigo en sus años en Fuentes.
Sin duda, la
repentina muerte de Ruiz Pilares, cuatro meses antes que la de Fortes, coartó
considerablemente la difusión de la figura del maestro, más allá de su grato
recuerdo que por tradición oral se mantuvo durante algunas décadas entre sus
alumnos, discípulos y coetáneos.
El docto
clérigo incluso tenía redactado entre sus apuntes el epitafio incompleto del
septuagenario maestro, al que pensaba sobrevivir por ley natural, pero que no
fue así. Este dice: «Aquí yace el siervo
de Dios Juan Fortes, maestro de primeras letras, cultivador admirable de la
virtud; ejemplo […] de caridad en
consolar y socorrer a los encarcelados, enfermos y necesitados: promovedor
infatigable de la enseñanza de la doctrina cristiana; y […] contemplativo. Pasó de esta vida a […] el día…».
Con la
redacción del ensayo, D. Rafael González pretendió culminar dentro de sus
posibilidades el trabajo iniciado por el Dr. Ruiz Pilares, con el claro objeto
de divulgar el nombre y la fama del maestro Fortes y «el recuerdo de sus virtudes», afirmando que «renovado con la publicación de esta biografía se conservará en
adelante firme y duradera en la mente y el corazón de los habitantes de Fuentes
de Andalucía, del pueblo que tiene la dicha de contarle entre sus más ilustres
hijos y preclaros bienhechores».
Fortes fue
testigo directo de la transformación sustancial y el engrandecimiento
patrimonial que sufrió Fuentes en la segunda mitad del siglo XVIII. Coétaneo de
los Ruiz Florindo, vivió la llegada de las primeras ideas ilustradas y la
agonía del Antiguo Régimen, e incluso en su vejez, la implantación de la
primera Constitución liberal de 1812.
Hoy, 207 años después de su desaparición, y a los 122 de la publicación de su biografía, con este trabajo nos sumamos a las intenciones del Dr. Ruiz Pilares y del presbítero D. Rafael González en la difusión de la figura de este maestro de primeras letras de memorable memoria. Un célebre fontaniego que destacó por los admirables ejemplos de sus virtudes y obras de piedad para con sus convecinos más necesitados. Un hombre de Dios. Una buena persona.
NOTAS:
1] Mi agradecimiento a
Ángeles Jiménez Barcia, hija de Manuel Jiménez Ortega «Manolito el de la
tienda», descendientes de la familia Fortes que amablemente me ofreció toda la
documentación para su estudio y divulgación de la vida del maestro.
2] ARCHIVO PARROQUIAL
SANTA MARÍA LA BLANCA DE FUENTES DE ANDALUCÍA (APF). Libro 16 Bautismos. Folio
139r.
3] APF. Libro 4 Matrimonios.
Folio 571r.
4] ARCHIVO HISTÓRICO
MUNICIAPAL DE FUENTES DE ANDALUCÍA (AHF). Libro 11 Actas Capitulares. Folio 25v.
5] Ibídem, folio 26r.
6] Ibídem, folio 26v.
7] (AHF). Libro
12 Actas Capitulares. Folio sin núm. Cabildo
31 de enero de 1790.
8] APF. Libro 20 Defunciones. Folio 34r.
9] APF. Libro 35 Bautismos.
Folio 98r.
FERRER, Melchor. Historia del tradicionalismo. Tomo XXIX. Editorial Católica Española, S.A., Sevilla, 1960.
GONZÁLEZ FLORES, Rafael. La Virgen de la Sierra. Romance
histórico-descriptivo. Imp. Manuel González, Écija, 1881.
10] APF. Libro
19 Bautismos. Folio 73v.
12] Así consta en la lápida
sepulcral que se sitúa en la segunda nave de la Epístola de la Iglesia
Parroquial Santa María la Blanca de Fuentes de Andalucía, donde reposan sus
restos y se le rinde reconocimiento.
13] APF. Libro 20 Defunciones. Folio 25r.
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