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A medio cuarto de legua de la muy antigua villa de Fuentes, en el Reino de Sevilla, se levanta una fuente que desde siglos atrás fue el principal abastecimiento para la «manutenzión del común de estte vesindario». Ésta se surte a partir de un complejo sistema subterráneo de captación y conducción de aguas formado por dos manantiales o “minas”.

Rodeada de restos de distintos pueblos antiguos que habitaron estos lares, ya en 1599 aparece citada en las Actas Capitulares acordándose su reparo, y en 1690 el Cabildo Municipal acuerda hacer la fuente de piedra, para lo que contrata al cantero de Morón Antonio Gil.

A lo largo del siglo XVIII, varios miembros de la saga de alarifes de los Ruiz Florindo intervienen en el conjunto, ya que se continúan diversas reformas debido a la pérdida de suministro y a defectos en las conducciones.

Como en la Fuente de la Reina, otros manantiales y pozos de estas tierras llenas de historia siguen manando agua «buena y clara» desde tiempos remotos; características de un territorio que dieron el nombre a este maravilloso lugar del mundo que es Fuentes, de Andalucía.

miércoles, 8 de agosto de 2012

ESENCIAS QUE SE VAN PERDIENDO


Fotografía extraída del libro «Los caprichos de Hermes. El comercio tradicional en la provincia de Sevilla» de Pedro Cantero Martín (Sevilla, Diputación Provincial, 2004).

Es ley de vida que con el paso del tiempo rincones fontaniegos con «clase, estirpe y entidad» vayan desapareciendo, perdiéndose para siempre y sólo dejando gotas de su esencia en el cajón de los recuerdos.
Y cuando llegan algunas de esas situaciones cargadas de nostalgia los recuerdos se avivan, máxime si has tenido la suerte, como es mi caso y el de los jóvenes, no tan jóvenes y niños de las últimas décadas, de haber gozado con la ilusión y el placer de darte el lote con los siempre apetecibles productos de aquel colorido establecimiento: Gusanitos, bolsitas de Peta Zeta o Fresquito (resfresquito), lenguas de pica pica, maskys, palotes, cajitas de cigarritos de chocolate, pulseras de pastillitas, caramelos en forma de casquitos de naranja y limón, Pez, Sugus o Chimos, chupa chups Kojak, chicles Bazooka, Bobbaloo, Boomer o Tico-Tico con sabor a sandía, figuritas de plástico llenas de bolitas de anís… y todo ello endulzado más si cabe con suspiritos, piononos, tirabuzones, Phoskitos, Bollycaos… y completado en el estío con los polos flash, de Drácula, Frigopié, Frigodedo, Capitán Cola con sus tres sabores…
Y escribo esto porque el quiosco y confitería de Eduardito, la emblemática tienda de chucherías de la Carrera -abierta desde 1959 y con obrador de confitería propio hasta 1986- ha echado el cierre el pasado mes de julio. Un cartel así lo anuncia en su fachada: «Cerrado por jubilación». Los años no pasan en balde y el bueno de Eduardito hecha la persiana del negocio, que heredó de su padre y él ha mantenido con su solera e idiosincrasia.
Se me viene a la mente cuando entrábamos en la tienda en verano, traspasando la cortina de rayas mientras desde el hueco de la ventana un aparato intentaba refrescar el espacio con aire húmedo. Atravesabas aquel sardinel y te encontrabas de sopetón con ese olor mágico y un sinfín de colores de las mil y una chucherías, pasteles, chocolatinas, el cartelón de los polos y helados…
Sentías a tu alrededor una sensación extraña, mezcla entre felicidad, ansiedad y locura porque te encontrabas de repente rodeado y todo te gustaba, pero los duros que acorralabas con los cincos dedos de tu mano solo te daban para un paquete de quicos y una gomita.
Aquel mostrador, sumamente alto, te impedía ver la cara de aquel hombre que se situaba tras el mueble de transparentes cristales y armazón de madera pintado en dos tonos de verdes cargado de manjares. Tal era la altura, que había que alargar el brazo para intercambiar la moneda por la mercancía. El truco de Eduardo para ver a los renacuajos, más que intentar divisarlos bajo el mostrador era mirar al gran espejo inclinado que, colgado en la pared, tenía una función muy determinada, y no era la decorativa. 
Y es que, aún teniendo claro lo que al paladar apetecía, llegando ante aquella variadísima gama de apetitosas golosinas la duda te invadía. Y Eduardo, armado de paciencia, siempre exclamaba: - ¡Veeeenga, niñooooo!, saludo que con al hacerte mayorcito cambiaba por un: -¡Hola, joven!
Allí íbamos a comprar los peloteros, porque decían que salían los más buenos, los que nadie tenía y después podías hacer tu propio negocio: -¡Te cambio Zubizarreta por diez!
Cuando no estaba ocupado de otro pandillón de chavales, el rito era sentarte en el sardinel de la Aurora para ir abriendo los paquetitos de los peloteros que después nos apostábamos a las cartas, con el único objetivo de tener el taco más grande de todos tus amigos.
No hacía falta que la Carrera se llenara de máscaras o nazarenos, días en los que la bulla y esperar tu ratito de cola era normal mientras que Eduardo no perdía nunca su ritmo, para que el sardinel de la Aurora fuera asiento y en él saborear los manjares del quiosco vecino, poniendo siempre la acera llena de cáscaras de pipas o bolsas de los paquetes de gusanitos. Y mira si el sardinel estaba vinculado al negocio que hasta con motivo de la reciente restauración de la Capilla, la propia empresa costeó su reposición.
Un icono de la Carrera y que es el último de los puestos de chucherías de mi infancia que se me ha ido, como se fueron el quiosco amarillo de la calle Mayor, el de Rosarito –aquella viejecita del rincón frente a las Monjas– , los de «Pajarito» y el «Viruta» en la calle la Huerta o el de mi vecina María Ruiz, en la calle la Rosa.
Y aún cuando nos fuimos haciendo mayores, la clientela seguía fiel al negocio. Era quizás menos mágico, pero no menos gratificante. Ya no ibas con los cinco duros justitos, sino que te llevabas el cargamento para darte la «pechá» en el «finde» viendo una peli o, ¿cuántas parejitas no se han puesto a dar vueltas con el coche por la redonda comiendo chuchas de Eduardito?
Ese hombre tan dulce con las chavalitas, al que nunca le he escuchado una mala respuesta. Una cara, un físico característico, una imagen que sin duda ha marcado la infancia de los niños fontaniegos de mi generación.
Se va con mi pena, como parte de mi infancia que se pierde, y me quedo con las ganas de ir con mi hijo a comprar un euro de gomitas «ancá Duardito» y por el camino decirle: «Martín, no te las comas todas y dale a papá que se te van a picar los dientes».