Ferias de güitoma y carrusel
de caballitos, de noria, cunitas, látigo y coches-locos; de bombillas de
colores y un trocito de coco o de turrón, de fotos en el caballito de cartón,
tardes de toros, «tablao de la música»… y un sinfín de indescriptibles
sensaciones, hoy irrepetibles.
Cada uno cuenta la feria
como le va, pero para muchos, cuando esa palabra sinónimo de diversión y
alegría sale a la palestra en su intelecto, no visualiza la feria de este año,
ni del anterior, ni del otro; se queda con una feria que, aunque no puede fijar
su fecha, sí puede recordar sus olores, colores y diversiones. Brotan a la
memoria en verdadera tromba esos recuerdos que en
cada una de ellas se apoderó de nosotros de manera que sigue viva y
rebosante.
Hablar de la feria, hoy, no
es hablar de la feria del ayer. Aún cuando su emplazamiento no ha cambiado en el tiempo y se mantienen
una serie de elementos comunes en la fiesta, la feria reciente, ni sus hábitos
y sus costumbres, es la feria de antes. Ni mejor ni peor, simplemente es otra
feria, fruto del desarrollo del tiempo y los cambios en la sociedad, de los
ritmos de vida, aunque no por ello se ha de trabajar para mantener la idiosincrasia
de una fiesta que es historia más que centenaria de un pueblo.
Centurias de vida la avalan,
con su origen en aquellas primitivas celebraciones en torno a la Ermita de San
Francisco con motivo de las fiestas con las que la Cofradía de Consolación honraba
a su Titular, elevada en 1890 por el ente municipal a la categoría de Feria con
«compraventa de ganado y cambio de
caballerías», hasta que en 1948
pasa oficialmente de «Fiestas de la Ermita» a «Feria y Fiestas de Fuentes de Andalucía»
revitalizándose el mercado de ganados.
Para un fontaniego, hablar de la feria resulta
fácil, siempre hay mil historias que contar, anécdotas que recordar con una
sonrisa en la boca. Es la feria y sus sensaciones, una fiesta que se
reinventa cada año.
Ferias de hoy, y de ayer.
Ferias de la infancia, en las que casi dormitando, llegabas a casa, supongo que
disfrutando lo vivido o soñando con el día siguiente. Ferias de la
adolescencia, de salir por primera vez solo con los amigos para ir a los coches
locos, de los primeros besos, las primeras copas… y más tarde, la feria con el
primer hijo o de los primeros nietos.
Y es que la feria es eso: vivir sensaciones
nuevas… y revivir las pasadas. Porque lejos
de lo que es una tradición de siglos, lejos
de sus cientos de luces, lejos de las miles de personas que se dan cita para
pasarlo bien, la Feria es algo más… algo difícil de explicar que se sustancia
en pulsaciones más rápidas, sonrisa más abierta y, a veces, una lágrima fácil…
Sensaciones al fin y al cabo.
La Feria de Fuentes la
hacemos sus gentes. Es única e irrepetible, está viva y nos hace sentir el
latido de las emociones humanas. Cada uno la diseña y la vive a su manera, en
la libertad de sus más diversas opciones. La de la mañana –que cambiaste por
sueño en tu adolescencia y retomas cuando llegan a tu vida los hijos–, la del
mediodía, la de la tarde, la de noche, la de las claras del día, la de casetas
de amigos, la del que se acaba de ir y la del dile que he venido. Así es la
Feria, plural y diferente aunque todos la vivamos bajo el mismo cielo de
bombillas y farolillos, aunque los zapatos se embadurnen con el mismo albero.
Es alegría y papelillos,
diversión, churros, reencuentro, música y cacharritos. Una copita, albero,
baile, caballos, jamón, risas, pescaíto, sevillana, cucaña y rifa del cochino.
Es Postigo y arco, mediodía de calor, claritas del día, volantes y llanto de un
niño, tronar de fin, luz de comienzo y mano en el talle. «¡Una vez más, papá!» ,enea,
manzanilla, tómbola, astado de fuego y pesca de patos, el turronero en la
resaca, burros en pista, el que se pone pezao’ y miraditas. Es flor de papel,
gitana guapa, lonas de rayas y chiquillería endomingada. Es… es la Feria. Es mi
Feria.
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